viernes, 2 de enero de 2009

UNA HISTORIA DE AMOR PARA ABRIR EL 2009

GREGORIO NACIANCENO

BASILIO MAGNO


SI TENEMOS UNA CURIOSIDAD SANA POR LAS VIDAS AJENAS LEEREMOS CON ATENCIÓN ESTAS INFORMACIONES SOBRE DOS HOMBRES DEL SIGLO IV, PIONEROS Y REFORMADORES DE LA VIDA MONÁSTICA, OBISPOS Y PADRES DE LA IGLESIA, ESCRITORES Y ORADORES, AMIGOS ENTRAÑABLES Y MODELOS DE VIDA CRISTIANA

SAN BASILIO MAGNO
Obispo y Doctor de la Iglesia
(329-379)
Patrono de los monjes

Benedicto XVI, Audiencia, 4-VII-07:

“Fue un hombre que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor por el prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, Basilio nos muestra cómo ser realmente cristianos”.
(Traducción del original italiano realizada por Zenit)


SAN GREGORIO DE NACIANZO
Obispo y Doctor de la Iglesia
(329-390)

www.cope.es/02-01-09--santos_basilio_magno_gregorio_nacianceno,25615, noticia_ampliada

Basilio Magno nace en Cesarea de Capadocio el año 330. Su familia, de probadas virtudes cristianas influye en la educación de este hombre también virtuoso y de gran conocimiento en las letras y arte de su tiempo. A pesar de esto, siguió la senda de la vida eremítica, hasta que en el 370, la Providencia Divina le señala para ser Obispo de su ciudad natal. Como otros tantos pastores de su tiempo, tuvo que condenar los errores creados por la herejía arriana. Aquí vuelve a aflorar su sapiencia al escribir una gran producción teológica, además de grandes reglas monásticas, aún seguidas por muchos Monasterios de Oriente. Gran benefactor de los pobres, y hondamente preocupado por la unidad de la Iglesia, muere el 1 de enero del año 379.
En el mismo año que Basilio, nació Gregorio en Nacianzo. Su espíritu de estudio le hizo recorrer diversas ciudades. También imita a su amigo Basilio en la vocación eremítica, para ser ordenado posteriormente, y de forma sucesiva, Presbítero y Obispo. Más adelante, el año 381, es designado Patriarca de Constantinopla, servicio que le reportará muchas dificultades. Por ello, se retira a su tierra, muriendo hacia el año 389.


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Gregorio, llamado el Demóstenes cristiano por su elocuencia y, en la iglesia Oriental "el teólogo", por la profundidad de su doctrina y el encanto de su elocuencia. Muy cercano a sus hermanos San Basilio y San Gregorio de Nicea, los llamados "Padres Capadocios" con quienes cooperó para derrotar la herejía arriana. Es uno de los cuatro grandes Doctores de la Iglesia Griega.
Nació en Nacianzo, Cappadocia (hoy en Turquia), el mismo año que su gran amigo San Basilio. Perteneció a una familia de santos: Su padre fue un judío converso, obispo de Nacianzo por 45 años (san Gregorio El Mayor), su madre, santa Nona. Sus hermanos, santos Cesáreo y Gorgona. Estudió en Cesarea, en Palestina, donde conoció a San Basilio. Estudió leyes por diez años en Atenas. Entre sus compañeros de estudio estaba San Basilio y el futuro emperador, Julián el Apóstata.

Gregorio volvió a Nacianzo a los 30 años (aprox.) y se unió a San Basilio por 2 años en vida solitaria. Aunque prefería la vida solitaria, regresó para ayudar a su padre anciano en la administración de la diócesis. Fue ordenado contra su voluntad por su padre en el 362. Huyó para volver a la vida monacal con Basilio. Pero en 10 semanas regresó a sus responsabilidades como sacerdote. Escribió una apología sobre las responsabilidades del sacerdote. Alrededor del 372, fue consagrado obispo por S. Basilio de Sásima pero no lo aceptó. Siguió como coadjutor de su padre. Esto causó la ruptura de la amistad entre Basilio y Gregorio pero se reconciliaron después.

Se retiró por 5 años a un monasterio en Seleucia, Isauria. Poco después de su consagración como obispo de Constantinopla, sus enemigos pusieron en duda la validez de su elección en 381. El, para restaurar la paz, resignó. Volvió a Nacianzo, donde la cede estaba vacante y administró la diócesis hasta que eligieron a un sucesor. Alrededor del año 384 se retiró. Fue entonces que escribió sus famosos poemas y su autobiografía. Murió en Nacianzo 25 de enero de 389 o 390.
Enseñanza y escritos: 45 discursos, 244 cartas y 400 o más poemas.

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Basilio se apresuró a poner en práctica aquella vida de perfección que había aprendido de los anacoretas de Egipto y Mesopotamia, estableciéndose en un valle risueño de la provincia del Ponto, junto a la corriente del Iris. Con él viven otros ascetas, que forman una especie de círculo amistoso, cuyo lazo es el amor, caldeado en la oración, en el trabajo manual e intelectual y en la noble conversación, donde se estudiaban los más altos problemas de la filosofía y de la teología prefiriendo la compañía de los cenobitas del Iris, entre los cuales figuraban su hermano Gregorio de Nissa y su amigo Gregorio de Nacianzo. Con ellos reza, ayuna y trabaja. Los gobierna, pero sin que nadie se dé cuenta de que hay un superior. Todo en su dirección es discreción y sabiduría. Se levantan al despuntar el día para alabar a Dios con la oración y el canto de los himnos. Leen los libros sagrados y contemplan a los santos personajes de la Biblia «como estatuas vivientes e imágenes animadas». La oración alterna con el estudio. No se impone el silencio absoluto, pero tampoco se habla inútilmente; es preciso reflexionar antes de hablar, y disciplinar hasta el tono de la voz. De cuando en cuando, Basilio reúne a sus compañeros en torno suyo, los instruye, resuelve sus dudas y los guía por los caminos de la perfección. Así nacen sus Reglas Mayores y Menores, suma de catequesis monacal, que señalan una etapa esencial en el desarrollo de la vida cenobítica. Con ella, la cultura oriental se junta a la tradición pacomiana, el ideal monástico es enriquecido e iluminado con las claridades del espíritu griego.

Aquel monasterio de Iris, donde a los encantos del espíritu se juntaban las más espléndidas bellezas naturales, parecía haber nacido a impulso de un capricho pasajero, pero en realidad llevaba en sí la vitalidad de una creación nueva y vigorosa. Por él la vida de comunidad iba a ocupar finalmente el puesto que le correspondía dentro del cristianismo.

Hasta ahora el aislamiento anacorético se ha considerado como la cima de la perfección. El mismo ideal de San Pacomio es un homenaje a la vida de los anacoretas. Su monasterio nos da la impresión de un cercado donde el individuo puede vivir seguro. Hay una rígida disciplina exterior, pero cada cual tiene libertad completa para organizar su vida ascética. El objeto de aquella minuciosa reglamentación no es la comunidad, sino el individuo. El aprecio excesivo de la soledad ofusca a aquellos legisladores egipcios. Piensan que el trato con los hombres aparta de la compañía de los ángeles, y si aceptan el cenobio es porque el desierto carece de lo necesario para vivir, y está lleno de fieras y serpientes. San Basilio se da cuenta de que hay un punto flaco en estas tendencias: es el olvido del precepto fundamental del amor, y ello le lleva a sentar la tesis contraria: el claustro no es un producto de la necesidad, sino el ideal más puro del cristianismo. Familiarizado con el concepto de la ciudad griega, va a demoler la supremacía del aislamiento con una crítica profunda y radical, en la cual descubre crudamente los grandes peligros de la soledad y analiza las ventajas de la convivencia. A semejanza de la Iglesia, el monasterio se le presenta como un organismo en el cual cada miembro tiene su destino particular. Un espíritu común anima y penetra el conjunto, transmitiendo la savia vital hasta las últimas articulaciones.
Esta enseñanza pareció tan nueva, que no fue aceptada sin resistencia, y sólo lentamente llegó a propagarse por los centros ascéticos del Oriente, que siguen considerando a San Basilio como su maestro y legislador. Lo es efectivamente. Si no creó el monaquismo oriental, le infundió una vida nueva cuando se hallaba amenazado de un gran peligro; el de llegar a ser una sociedad de trabajadores que rezan, o de rezadores que se matan a fuerza de penitencias.

El encauzamiento de la corriente impetuosa que pobló las soledades de Siria y Egipto trajo el movimiento metódico, militarizado y enfermo de espíritu. Se necesitaba un alma nueva, una sangre joven, algo interno y vital, un corazón palpitante y vigoroso, y esta espiritualización del ideal monástico fue también obra de San Basilio. Volvió a renacer el primitivo entusiasmo, y el milagro se realizó con la repetición machacona de un solo principio: el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Si el asilamiento corporal quedaba reemplazado por el recogimiento del alma, el cumplimiento de la voluntad divina sustituía a la red complicada de la primitiva ascesis. Sus obras no tienen de suyo importancia ninguna; todo depende del espíritu con que se las hace. Las mayores penitencias, hechas por satisfacer la voluntad propia, no sirven de nada. De aquí nace la discreción de Basilio en su obra legisladora. De este modo elevaba el ideal monástico y a la vez le extendía: le elevaba hacia Dios y le extendía hacia el mundo. Nada del mundo que fuese noble, bueno y bello, era extraño a la vida monacal; la misma cultura pagana podía penetrar en el claustro, purificada por el bautismo y la penitencia. El claustro no será un liceo, ciertamente, pero el hálito de Atenas penetrará en él; la vida religiosa se convertirá en una filosofía, el abad en un maestro y el monje en un campeón de la verdad. La pluma y el libro reemplazan a los cestos y a las esteras. Tal es la evolución que San Basilio realiza en la historia del monasterio. Sus reglas, más doctrinales que dispositivas, son a la vez obra de psicólogo y de observador. Aspira a ordenar, a completar y corregir la legislación anterior. Discierne, rechaza y perfecciona con actitud de crítico, y sepulta para siempre muchas ideas que antes se habían aceptado como oro de ley.

Fue el gran predicador de la limosna. Había comprendido que, según la doctrina cristiana, la igualdad social sólo puede conseguirse por la práctica de la caridad, y a fuerza de elocuencia lograba enternecer el corazón de los hombres y hacer que se ayudasen los unos a los otros.
Tal vez es en la homilía contra los ricos donde mejor se revela aquella alma de apóstol, aquella caridad triunfante y arrebatada. «En el Evangelio—decía—hay una palabra importuna, odiosa, insoportable. Es ésta: vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. ¡Ah! Si el Señor hubiese dicho: arrojad vuestro dinero en un abismo de placeres culpables, prodigadlo con las mujeres perdidas, comprad diamantes, muebles, pinturas; entonces vosotros, ricos del siglo, triunfaríais. ¡Qué demencia! Conocéis las ruinas gigantescas que dominan nuestra ciudad como un aglomerado de rocas artificiales. ¿En qué siglo fueron levantadas estas fortificaciones hoy desmanteladas? No lo sé; pero sé que entonces había pobres aquí, y que en lugar de socorrerlos, los ricos preferían gastar su dinero en estas construcciones locas. Pero el tiempo ha soplado sobre esas piedras ciclópeas, las ha derribado como juguetes de niño, y el dueño de esos palacios arruinados gime ahora en el infierno.» Más insinuante, aunque tal vez menos patético, decía en otra ocasión: «Cuando penetro en la casa de un rico opulento y sin entrañas, cuando contemplo la magnificencia del dorado y de los mármoles, pienso interiormente en la locura de ese hombre, que decora con tanto lujo los objetos inanimados y deja su alma abandonada. ¿Qué gusto puedes tener en contemplar tus sillas de marfil, tus mesas de plata, tus lechos de oro, cuando a tu puerta piden pan millares de hambrientos? Pero dirás: Yo no puedo socorrer a tantos. Y yo te respondo: El anillo que llevas en el dedo con el rubí, el zafiro o el diamante que le enriquece, podría librar a veinte presos por deudas. Tu guardarropa bastaría para vestir a una tribu entera. Y, sin embargo, te niegas a dar un óbolo a la indigencia. No lo olvides: el pan que tú no comes pertenece al que tiene hambre; el vestido que tú no usas pertenece al que va desnudo; el dinero que tú malgastas es oro del indigente.»

Se le miraba como un tránsfuga de la verdad, se le acusaba de menospreciar las leyes canónicas o de interpretarlas a su capricho. «Él es—decía su amigo Gregorio—el último destello de la ortodoxia en Oriente, el foco en que se concentra la vida del catolicismo; y, sin embargo, se espían todas sus palabras para tergiversarlas, para volverlas contra él.»

A los enemigos se juntaban los envidiosos. En sus visitas pastorales a través de Capadocia se encontró Basilio más de una vez gentes sospechosas que le vigilaban hasta en lo íntimo de su oración, que interrumpían sus discursos, que asaltaban a su comitiva en los caminos. Él se dirigía al Papa San Dámaso pidiendo su ayuda, pero la idea que en Roma se formaba de la situación del Oriente era muy confusa. Hasta entre sus íntimos encontraba traidores. «Tres años hace—escribía a uno de ellos—que he dejado la palabra a la envidia y al odio. El dolor que he sentido lo he encerrado en mi pecho. Pero al fin me veo obligado a hablar y a desafiar a mi mayor enemigo a que presente una acusación seria contra mi doctrina, mi vida o mis costumbres. Jamás he hecho traición a la fe. Como la recibí, siendo niño, sobre las rodillas de mi abuela Macrina, así la predico y así la enseñaré hasta mi último aliento. Hace veinte años, tú estabas conmigo en la soledad del Ponto, tomando parte en aquella vida de penitencia, juntamente con mi amigo Gregorio. Recuerdo que a veces pasábamos el río para ir a escuchar las cosas celestes que nos decía mi santa madre. Dime, por favor, ¿es que entonces, cuando todo nos era común por el derecho de una amistad llena de confianza, me oíste pronunciar alguna de esas blasfemias?»
Un día, en Nacianzo, asistía Gregorio a un banquete, invitado por un alto personaje. Después de hablar de los sucesos del día, recayó la conversación sobre los dos amigos. «Me felicitaban de ser amado por ti—escribía el Nacianceno al día siguiente—, recordaban nuestra vida de estudiantes en Atenas, ensalzaban tu elocuencia, ponían tu nombre sobre las nubes.

Cuando la muerte apagó aquella voz, nada podía consolarlos. El dolor rayaba con la demencia; lloraban hasta los judíos y los paganos; la multitud corrió sollozando a tocar por última vez el cuerpo inerte. Algunos murieron sofocados; «y los demás—dice San Gregorio—envidiaron la suerte de estas víctimas funerarias, y así colocaron a mi amigo en el sepulcro de sus abuelos: cerca de los obispos, el obispo; el mártir, cerca de los mártires, y junto a los predicadores, la gran voz que sigue vibrando siempre en mis oídos».

Gregorio, en cambio, acudirá a todos los artificios del talento oratorio para expresar las verdades del cristianismo en una lengua no indigna de Lisias o de Platón. Es un representante auténtico del genio griego en su primitiva belleza, más abundante acaso y menos ático, pero siempre armonioso y puro, aunque iluminado por dulces matices orientales.

Gregorio no era un heleno, sino un asiático. Había nacido en Arianzo, un pueblecito de Capadocia, cercano de Nacianzo, la pequeña ciudad donde luego fijó su residencia. A los veinte años le encontramos en Atenas entregado con pasión al estudio de las bellas letras; pero antes había recorrido ya todo el curso de la filosofía helénica en las escuelas de Cesarea y Alejandría. En las aulas atenienses se encontró un joven de su tierra, cuyo nombre iba a pasar a la posteridad estrechamente unido con el suyo. Era el futuro obispo de Cesarea, San Basilio. Con temperamentos diferentes, el uno más austero y el otro más apacible, el uno mejor ordenado por las enseñanzas de la ciencia y el otro más arrebatado por los arranques del amor divino, ambos eran igualmente fervorosos en la oración, igualmente puros en sus costumbres, igualmente entusiastas de las letras; la poesía y la elocuencia.

Ya entonces uno de los más famosos retóricos paganos de aquel tiempo, Libanio, solía decir con tristeza que aquellos dos discípulos del Evangelio hubieran sido capaces de resucitar las maravillas de los siglos de Píndaro y Demóstenes. « ¡Ah!—exclamaba más tarde San Gregorio—. No puedo recordar aquellos días sin derramar lágrimas. Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la Iglesia y a sus doctores; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela y a sus maestros.»

Pero un día recibió esta bella epístola: «Habiendo perdido las esperanzas, o, mejor, los sueños que me hacían acerca de ti, pues creo, con el poeta, que la esperanza es el sueño de un hombre despierto, me he venido al Ponto en busca de la vida que necesito. Y Dios ha querido que encontrase un asilo a mi gusto. Lo que imaginábamos en otro tiempo, lo tengo ahora en la realidad: es una alta montaña rodeada de espesos bosques y regada por frescas y cristalinas fuentes. Al pie se extiende la llanura, fecunda por las aguas que descienden de lo alto. La selva que levanta en torno sus árboles variadísimos le sirve, por decirlo así, de muro y de defensa.» La carta sigue describiendo las delicias de aquel lugar incomparable. La isla de Calipso, tan admirada de Homero, era menos bella. En la cima del monte hay una morada desde la cual se divisa el Iris, que rueda desbocado entre las rocas, y ofrece, a la vez, espectáculos maravillosos y deliciosas truchas. Hay variedad de flores, gorjeos de pájaros, ciervos, cabras monteses, águilas y conejos. Pero la paz es el mayor tesoro de este asilo, en que se detuvo Alcmeón después de encontrar las islas Equínadas.

Quien así hablaba era Basilio, que se había retirado a hacer vida cenobítica en aquel rincón del Ponto, rodeado de algunos amigos. Pero le faltaba el más amado de todos, el antiguo condiscípulo de Atenas, el hombre más a propósito para gustar aquella vida de silencio, de trabajo y de pobreza. Gregorio se dejó convencer fácilmente, y algo más tarde figuraba entre los miembros más fervorosos de aquella comunidad ideal. Todo allí era sobriedad y sencillez. Se araba el campo, se regaba el jardín, se explotaba el bosque y se aprovechaban las canteras cercanas. Una gran parte del día estaba consagrada a la oración, a los cantos religiosos, al estudio de las letras cristianas y a la instrucción de algunos jóvenes venidos de Grecia y de Asia. Basilio y Gregorio componían magníficos discursos y bellos poemas. Juliano el Apóstata acababa de arrojar la máscara. Uno de sus primeros cuidados había sido prohibir a los cristianos el estudio de la elocuencia y de las letras profanas. «Para nosotros—decía irónicamente—, las artes de Grecia, juntamente con el culto de los dioses; para vosotros, la ignorancia y la rusticidad: ésta es vuestra sabiduría.» Sus pérfidas disposiciones sólo sirvieron para arraigar más en los maestros cristianos el amor de aquellas ciencias, en que veían un arma de defensa y de victoria. «Todo te lo dejo—respondía Gregorio, indignado—, las riquezas, el nacimiento, la gloria, la autoridad, los bienes todos de aquí abajo, que se desvanecen como un sueño; pero la elocuencia es mía; y no me pesan los trabajos ni las peregrinaciones emprendidas por tierra y por mar para conquistarla.»
«Los días pónticos» dejaron en el alma del monje poeta un recuerdo imborrable. Más tarde, en medio de las preocupaciones de la vida episcopal, los recordará como los más felices de su vida. « ¿Quién me devolverá—exclamaba—aquellas salmodias, aquellas vigilias, aquellas ascensiones al Cielo por medio de la oración, aquella vida libre del cuerpo, aquella concordia de las almas, que se dirigían juntas hacia Dios? No he olvidado aquel bosque en que trabajábamos, aquellos árboles que plantábamos, aquellas piedras que tallábamos; no he olvidado aquel plátano, más precioso que el plátano de oro de Jerjes, junto al cual venía a sentarse, no un rey con toda la pompa de su grandeza, sino un monje que lloraba sus pecados. Yo le planté, y tú, mi precioso amigo—decía Gregorio, refiriéndose a Basilio—, le regaste. Dios le hizo crecer para nuestra gloria, como recuerdo de nuestros asiduos trabajos.»

Nombrado metropolitano de Cesarea, Basilio obligó a su amigo a aceptar el episcopado de Sásimo, una población insignificante de los confines de la Capadocia, amenazada constantemente por bandas de herejes y bandoleros. Gregorio había tenido siempre horror al episcopado; pero el que ahora se le ofrecía tenía casi un aspecto burlesco. « ¿Qué voy a hacer en los desiertos de Sásimo?—se preguntaba con amargura—. ¿Soy acaso un soldado guardián para ir en busca de bandidos?»

Poco faltó para que se enturbiasen las relaciones entre aquellos grandes hombres. La santidad no le impedía a Gregorio exhalar estas amargas quejas: «Según se va a las montañas, en el cruce de tres caminos, hay una población horrible, sin agua, sin árboles, sin vegetación, sin habitantes. Sólo ruido de carros, polvo, clamores de aduaneros, cepos, cadenas, alaridos de contrabandistas puestos en cuestión de tormento. Esta es mi ciudad episcopal. El pueblo se recluta de vagabundos fugitivos, proscritos y salteadores de caminos. Estos son mis fieles; ésta es la silla que me regala el omnipotente Basilio desde la cumbre de su trono primacial. ¡Qué munificencia! ¡Qué recuerdo tan conmovedor de nuestra vida común en Atenas! » Basilio tenía sus razones para obrar de aquella manera, aunque él mismo comprendía que no hacía un gran favor a su amigo. «Yo quisiera—escribía—que este hombre ilustre, este hermano de mi alma, estuviese al frente de una ciudad digna de su mérito, aunque todas las iglesias juntas serían poco para su genio. Pero es propio de las grandes almas, no sólo servir para las grandes cosas, sino también realzar las pequeñas con su grandeza.» Hay que reconocer que Gregorio carecía de la firmeza de carácter de su amigo. Desde el punto de vista del talento, sería difícil determinar de parte de quién estaba la superioridad. Pero el de Cesarea tenía en sumo grado las cualidades que hacen al conductor de hombres, al organizador, al hombre práctico; mientras que el de Nacianzo, alma contemplativa, imaginación viva y melancólica, estaba más hecho para meditar que para obrar. Basilio triunfó en todas sus luchas; Gregorio no cosechó más que fracasos en su vida episcopal. Por el momento, fue consagrado obispo; pero habiendo cesado los motivos que obligaran a Basilio a crear la diócesis de Sásimo, sucedió a su padre en Nacianzo.

Esto sucedía en 372. Tres años más tarde sacudía Gregorio la carga episcopal para retirarse de nuevo al desierto. La noticia de la muerte de Basilio (379) le confirmó en su idea de dar al mundo un adiós eterno. « ¿Qué hago yo aquí —decía—, cuando la mejor mitad de mí mismo ha sido arrebatada lejos de mí? ¿Cuánto tiempo se prolongará aún mi destierro?»

Después de consolarse un momento en Cesarea junto a las cenizas de su santo amigo, Gregorio se refugió en Arianzo, su pueblo natal, donde acabó sus días meditando, leyendo, cultivando un pequeño jardín y reanudando aquella pasión de los versos que había iluminado sus años juveniles. Entre sus poemas, unos son históricos y autobiográficos; otros, teológicos y doctrinales. No es aquí donde hay que buscar el acento de la verdadera inspiración. En cambio, en las elegías el poeta aparece plenamente. Su tristeza soñadora, su mística melancolía, tienen un encanto singular, que nos llega al alma. Es una poesía filosófica y psicológica a la vez, una mezcla de pensamientos abstractos y de emociones, en que las inquietudes de un corazón agitado por el enigma de la existencia contrastan con las maravillas de la Naturaleza. No es la antigua poesía helénica; es algo más íntimo, más nuevo, más moderno; tan moderno, que a veces creemos escuchar las efusiones románticas del siglo XIX. La novedad está en la tristeza del hombre que penetra en el fondo de su ser, en el diálogo interior, en el ensueño melancólico, en el análisis de los pensamientos íntimos y de los vagos deseos, en los gritos profundos y desgarradores del dolor metafísico y de las dolencias del alma. Es una poesía subjetiva, tierna, grave y austera, pero iluminada por las esperanzas de la religión. En las mayores turbaciones, la fe viene a serenar el espíritu del poeta y a hacerle prorrumpir en gritos de alborozo.

«Atormentado por la tristeza—leemos en una de estas deliciosas meditaciones—, me senté ayer a la sombra del bosque opaco; nadie estaba conmigo, porque, en mis males, amo el consuelo de conversar a solas con mi alma. El soplo del aire, mezclado a las voces de los pájaros, dejaba caer un dulce sueño de las copas de los árboles. Las cigarras, ocultas en la hierba, estremecían el bosque; un agua transparente bañaba mis pies, refrescando la alameda; pero yo, absorto en mi dolor, miraba indiferente todas estas cosas, porque el placer es odioso en las horas amargas. Del fondo de mi corazón agitado saltaban estas palabras: ¿Qué soy? ¿Qué fui en otro tiempo? ¿Cuál será mi paradero? Lo ignoro. Otros más sabios que yo lo ignoran también. Envuelto entre nubes, ando de aquí para allá, sin tener cosa alguna, ni siquiera el sueño de lo que deseo. Vamos tropezando por caminos oscuros bajo el peso de la tiniebla de los sentidos. Yo soy, dices; pero, ¿qué cosa? Porque lo que era, ya desapareció, y ahora soy otra cosa. Paso con la rapidez de esta corriente. Nadie cruza dos veces por el mismo bosque; nadie ve dos veces unos mismos ojos.»
En medio de estas incertidumbres, el poeta se detiene aterrado; se irrita contra sí mismo, retracta sus palabras y cae de rodillas adorando a la Trinidad. «Ahora, las tinieblas—dice—; luego, la verdad; entonces, contemplando a Dios o devorado por las llamas, comprenderás todas las cosas. Estas palabras—añade—disiparon mi dolor. Atardecía cuando salí del bosque para encerrarme en casa. Iba riéndome de la locura de los hombres, y a la vez sintiendo las heridas de los combates de mi espíritu atormentado.»

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